III Domingo de Pascua: “Les abrió el entendimiento, para que comprendieran las escrituras”
Homilía III domingo de pascua ciclo b Hch 3, 13-15. 17-19; 1 Jn 2, 1-5; Lc 24, 35-48.
“Les abrió el entendimiento, para que comprendieran las escrituras” (Lc 24, 45).
In láake’ex ka t’aane’ex ich maaya kin tsikike’ex yéetel ki’imak óolal. Le ajkambalo’obo ma’ u oksaóolal le ba’ax ku yilik u yicho’ob, le ka’a tu ye’eskuba’ Jesús ichilo’ob, le óolale’ tu k’áataj ba’ax u jaantej u ti’al u oksaóoltiob. Yeetel tu láakal u chuka’an óol yéetel yáabilaj, ku nojochkintik u oks’aóolal ti’ le wíinko’obo tumen leti’o’ob yaan u betko’ob u nojchi iglesia le tu beetaj Jesús. Leti’ le óoktsa’óolal payakchi’itik ti’ le Credo tu láakal domingos.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor resucitado, en este tercer domingo de Pascua.
En el santo evangelio de hoy, según san Lucas, volvemos a la noche del domingo de la resurrección del Señor, cuando Jesús aparece en medio de ellos y les ofrece su saludo de paz. Los apóstoles estaban atónitos, y no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Por eso Jesús les ofrecía sus llagas de pies y manos para que las palparan y se convencieran. Pero como seguían paralizados, les pidió algo de comer y se sentó a comer delante de ellos.
Todas estas dudas e inquietudes de los apóstoles nos hablan de la realidad de la cruz. Jesús no se molesta con ello, sino que les ofrece la seguridad de que está vivo, porque ellos serán los primeros testigos de la realidad fundamental de nuestra fe: la resurrección de Cristo de entre los muertos.
Nosotros, ¿qué pruebas necesitamos? Tenemos una herencia maravillosa, que viene desde aquella noche santa, de boca en boca, el testimonio de los apóstoles, que llega hoy hasta nosotros, que repetimos juntos todos los domingos al recitar de nuevo hoy el Credo de todos los cristianos. Dichosos nosotros por haber creído y qué triste vida la de aquellos que no pueden creer y que confían sólo en la ciencia, por no poder ver más allá de las creaturas.
Recordemos que la verdadera ciencia es la de Dios y nos revela los detalles de lo que Dios ha hecho por nosotros. Miles de millones de personas siguieron el eclipse de sol el pasado lunes 8 de abril, pero no todos llegaron a mirar más allá, a la sabiduría de aquel que es la Causa primera de cada acontecimiento en la naturaleza.
El mismo Resucitado nos invita, al igual que lo hizo con los apóstoles, a no tener miedo. Él abrió la mente de los discípulos para que entendieran las Escrituras, según las cuales “el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados” (Lc 24, 46-47). Buscar la santidad es un volverse a Dios diariamente para que Él nos perdone nuestros pecados y así nos santifique. Que el Señor abra también nuestra mente para entender las escrituras, pero antes, nos toca a nosotros acercarnos a la Escritura para leerla, meditarla y escucharla en la Iglesia, con la Iglesia y según la Iglesia.
En la primera lectura tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles, encontramos el final del segundo discurso kerigmático de san Pedro, es decir, la segunda ocasión en que el apóstol hace el primer anuncio de Jesús muerto y resucitado. La primera vez fue el día de Pentecostés, cuando al terminar su predicación se convirtieron y bautizaron unas tres mil personas (cfr. Hch 2, 14-41). En esta segunda ocasión, después de la curación de un paralítico, Pedro concluye diciendo: “Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse, para que se les perdonen sus pecados” (Hch 3, 19). En esa ocasión se convirtieron cinco mil personas.
Una vida de santidad inicia muchas veces luego de un fuerte encuentro con el Señor, que nos lleva al arrepentimiento para ser perdonados. Luego, el hecho de permanecer en santidad nos viene al mantener con humildad la conciencia de que somos pecadores, perdonados por el amor de Dios, manifestado en la redención realizada en Cristo.
Fijémonos en que no basta ver un milagro para llegar a la fe, sino que es necesaria la predicación que explique lo sucedido y su origen en el poder de Dios. La fe auténtica siempre se expresará en el arrepentimiento de nuestros pecados.
No se trata de resignarnos a que somos pecadores y que eso nos autoriza a seguir pecando. ¡No, de ninguna manera! Por el contario, hemos de luchar a diario contra el pecado, reconociendo que la gracia y la fuerza para no pecar nos viene del Señor. Si cometemos un pecado que amenaza con derrumbar lo que Cristo ha realizado en nosotros, hemos de levantarnos por aquel que vive y está sentado a la derecha del Padre intercediendo por nosotros.
Dice el apóstol san Juan en su Primera Carta, la cual hoy escuchamos como segunda lectura: “Hijitos míos: les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos como intercesor ante el Padre, a Jesucristo el justo. Porque él se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero” (1Jn 2, 1-2).
También el apóstol san Juan nos deja muy claro que la fe no ha de ser meramente intelectual o sentimental, ya que esa fe sería falsa, si no se traduce en obras. Nos advierte: “El que dice: “Yo lo conozco”, pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él” (1 Jn 2, 4).
Todos los pecados destruyen la unidad. Lo que hay actualmente detrás de todas la crisis por las que estamos pasando es precisamente el pecado. Nadie puede vivir en la gracia de Dios si no contribuye a crear o fortalecer la unidad, para que se haga realidad lo que Cristo pide, y que nosotros pedimos junto con él: “Padre, que todos sean uno” (Jn 17, 21). Oremos por la unidad de México, que está tan dividido.
Todo pecado es, al mismo tiempo, una falta a la dignidad humana. El pasado 2 de abril el Dicasterio para la Doctrina de la Fe publicó una Declaración llamada: “Dignitas Infinita”, que significa “Una Dignidad Infinita”, la cual quiere trasmitir la enseñanza de la igual dignidad de todo ser humano, una dignidad que nunca se pierde, aunque haya circunstancias que impiden manifestarla como es debido.
Para los cristianos, esta dignidad humana está fundamentada en el hecho de que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios; en el hecho de que fuimos recreados por la encarnación, muerte y resurrección de Jesús. Al tomar nuestra condición humana, Cristo clarificó la innegable dignidad de todo ser humano. Dice el n. 21 de la DI: “La Iglesia cree y afirma que todos los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios y recreados en el Hijo hecho hombre, crucificado y resucitado, están llamados a crecer bajo la acción del Espíritu Santo para reflejar la gloria del Padre, en aquella misma imagen, participando de la vida eterna (cf. Jn 10, 15-16.17, 2224; 2 Cor 3, 18; Ef1, 3-14). En efecto, la Revelación […] manifiesta la dignidad de la persona humana en toda su amplitud.
La simple razón humana es capaz de descubrir y respetar la dignidad de todo ser humano. Pero las ideologías de moda suelen entorpecer la mente y confundirla. Dice el n. 22 del documento, citando al Papa Benedicto: “Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX”.
La resurrección de Cristo es también un llamado a reconocer nuestra propia dignidad y la de nuestro prójimo.
Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo Resucitado!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán