Juegos y aventuras con el mejor amigo
Recuerdos y relatos rurales
Por Gínder Peraza Kumán
La primera vez que vi al perro blanco y negro de patas cortas y tamaño mediano, estaba como dormitando a un lado del sendero que iba de la calle a su casa, es decir, a la casa de sus dueños. Tenía mala cara, lo reconozco, pero niño cómo era yo, pensé que con algunas palabras afectuosas y una actitud pacífica cambiaría de actitud. Medio siglo después todavía lamento mi equivocación.
Cuando le acerqué una mano al perrucho acostado, no ladró, sólo me tiró una dentellada y me arrancó un pedazo de piel del brazo izquierdo.
Ese día pude ver por primera vez cómo queda la carne humana cuando le arrancan la piel: parece que tuviera un acolchonamiento con ese tipo de plástico que sirve para empacar artículos de comercio. Nunca le perdoné la agresión a ese desgraciado, y llegó el tiempo en que cuando me veía venir de lejos entraba enseguida en su casa, porque sabía que le iba yo a caer a pedradas si se quedaba.
Ésa es la única vez que he tenido dificultades con un perro. En el resto de mi vida, hasta hoy siempre me he llevado bien con los canes, algo tengo que les caigo simpático, como me pasó con dos que me encontré una mañana en la calle cuando era yo un joven veinteañero.
Venían jugando uno con otro, y entonces les hice un chiflido juguetón y amable que le llamó la atención más a uno que al otro. Aquél se me acercó y yo le hablé en un tono amable, y el agarró más confianza, tanta que empezó a querer meter el hocico debajo de mis brazos, bajo mis axilas, como queriendo levantarme. El otro vio el juego y se acercó a meterse bajo la otra axila. Como a media cuadra de ahí salió un señor gordo sin camisa que lanzó un chiflido intimidante que hizo que los animales se despeguen de mi y corrieron hacia su dueño. Ojalá no les peguen, pensé, por olvidar que son perros guardianes, no mascotitas de cualquiera que pase.
Tuve varios perros cuando era niño. Entre los que más recuerdo está Rayo, que a mí me parecía un animal grandote más bien porque yo era chiquito. Hicimos una gran amistad, y pasábamos el día jugando en las calles sin empedrar de Dzilam González. Un día que mi papá estaba de mal humor, harto de nosotros porque no lo dejábamos tomar su siesta, me regañó y me dijo que parecía que tenía yo sangre de perro, porque no dejaba yo al animal en paz.
Me gustaba salir de nuestra esa casa y ya afuera, con ventaja de unos 50 metros, lanzaba yo el chiflido que ya conocía Rayo, además de que también gritaba yo su nombre, y el can, que era de ese color como anaranjado que tienen muchos perros mestizos de nuestra tierra, se lanzaba a darme alcance. Una de las primeras veces que hacíamos ese juego, yo corría a toda la velocidad que podía siguiendo una vereda abierta entre la hierba –que ya llenaba las calles del pueblo, sobre todo porque era temporada de lluvias–, y Rayo también seguía exactamente la misma trayectoria. Volteé a verlo, lo vi venir como una bala y pensé: si no me quito de este caminito me va a embestir este animal.
Supongo que algo similar pensó Rayo, y unos 10 metros antes de que me alcanzara salió de la vereda para rebasarme por la izquierda, ¡el mismo lado hacía el que yo me hice, tratando también de evitar el encontronazo! Los segundos que duró mi viaje por los aires no recuerdo haber visto nada; cuando volví a tomar conciencia de mí estaba yo sentado, con las piernas estiradas y las manos apoyadas hacia atrás, sobre una gran laja, o sea, una piedra grande y lisa, a ras del suelo. Por suerte para mí y para mi mascota no nos pasó nada serio, no hubo lesiones.
Muchas más cosas y anécdotas acumulé en mi vida relacionadas con los perros. Ya las iremos contando conforme nos vengan a la memoria. Y si alguien se lo pregunta o le gustaría preguntarme, le diré que sí: El perro es el mejor amigo del hombre, y aún más lo es del niño.